—Nada funciona correctamente —solía decir Woodbury—, porque todo ha sido montado a mano por nosotros mismos.
—Siguiendo instrucciones —solía añadir Hansen— compuestas por un idiota.
Indudablemente había motivos para quejarse. Lo más costoso de una nave espacial era la cámara destinada a la mercancía, pues todos los avíos tenían que ser enviados a través del espacio desmontados y conjugados. Todo tenia que ser montado en la Estación con las manos desnudas, inadecuadas herramientas y confusas y ambiguas instrucciones escritas por todo guía.
Woodbury se había esmerado en escribir algunas quejas a las que Hansen añadió los adjetivos apropiados, y formales peticiones que auxiliaran la situación habían sido cursadas a la Tierra.
Y la Tierra había respondido. Un robot especial había sido diseñado con un cerebro positrónico que había empollado el conocimiento necesario para conjugar apropiadamente cualquier máquina en existencia que estuviera desmontada.
El robot estaba en la jaula que ahora se descargaba, y Woodbury se estremeció mientras la cámara de aire se cerraba tras el objeto.
—Primero —dijo—, esto rehabilita a la Junta para la Alimentación y, segundo, rehabilitará nuestra tostadora para que vayamos olvidando el sabor de la carne quemada.
Entraron en la estación y atacaron la jaula con suaves toques de desmoleculizador, de manera que ningún precioso átomo metálico de su especial robot solventador de jeroglíficos fuera dañado.
Finalmente, la jaula fue abierta.
Dentro no había sino quinientas piezas separadas y una lista escrita con confusas y ambiguas instrucciones para ensamblarlas.
Isaac Asimov (21 de agosto de 1957)
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